EDITORIAL
Ácido acetilsalicílico y síndromes coronarios agudos: el difícil arte de la medicina clínica Gaietà Permanyer Miralda Servicio de Cardiología. Unidad de Epidemiología. Hospital General Vall d’Hebron. Barcelona. Ácido acetilsalicílico; Síndrome coronario agudo
Desde hace unos años, goza de predicamento la denominada investigación en servicios sanitarios1, cuyo objetivo es el conocimiento de la realidad asistencial, y que deriva de lo que inicialmente, hace ya más de una década, se denominó investigación de resultados (outcomes research)2,3. El interés de este tipo de investigación resulta evidente: parece obvio que, además de conocer la eficacia teórica de las intervenciones terapéuticas o del rendimiento de las pruebas diagnósticas en condiciones ideales, debería resultar útil y necesario averiguar de qué forma se aplican estas posibilidades a la vida real. Contra lo que podría parecer de inmediato, quizá ya no resulte tan claro para qué va a ser útil, exactamente, este tipo de conocimiento, o mejor, cuál será su interpretación precisa y cuáles deberán ser sus aplicaciones inmediatas. Tiene interés indudable conocer que, en un medio sanitario dado, los posibles recursos terapéuticos disponibles se aplican de manera insuficiente; saber por qué exactamente sucede así es más complejo, y decidir qué medidas deben adoptarse para mejorar la situación puede ser obvio o, por el contrario, puede rozar la utopía. Esto es así porque las motivaciones de la práctica clínica, como actividad humana que es, son un fenómeno muy complejo y aún no bien conocido4,5. Con la práctica clínica sucede algo parecido a lo que ocurre con el razonamiento diagnóstico, cuya estructura íntima, a pesar de los análisis lógicos y psicológicos que han comenzado a desvelarla, sigue escapándose al conocimiento6. También, en los últimos años, promovidos por el movimiento de la medicina basada en la evidencia, se han puesto en boga estudios y reflexiones de cómo los resultados de la bibliografía científica («evidencia») pasan a aplicarse a la práctica cotidiana en distintos ámbitos y colectivos sanitarios, y de las dificultades y barreras que se encuentran para ello7. En el campo de las enfermedades cardiovasculares, por ejemplo, se han estudiado las conductas clínicas reales de los cardiólogos y se han contrastado con las recomendaciones de los ensayos clínicos8-10. También aquí la complejidad de la vida real representa un reto formidable que desborda cualquier tentación de análisis simplista. Cabe incluso preguntarse si los modelos que se derivan de la bibliografía (en particular de los ensayos clínicos) son un objetivo realista que debe perseguirse siempre o si constituyen, en muchos casos, un ideal sometido a limitaciones intrínsecamente insuperables. Lo habitual es, sin embargo,
Correspondencia: Dr. G. Permanyer Miralda. Servicio de Cardiología. Unidad de Epidemiología. Hospital General Vall d’Hebron. P.o Vall d’Hebron, 119-129. 08035 Barcelona. Manuscrito recibido el 30-8-2000; aceptado para su publicación el 7-9-2000 Med Clin (Barc) 2000; 115: 458-459
458
que en ausencia de estas limitaciones, actuaciones diagnósticas o terapéuticas inequívocamente útiles dictadas por la evidencia científica no se apliquen o se apliquen mal, sin explicaciones sencillas aparentes de por qué sucede así. El trabajo de Epelde et al publicado en el presente número de MEDICINA CLÍNICA11 da pie a reflexiones de este tipo. En él se ilustra cómo, en los servicios de urgencias de 35 hospitales españoles, la administración inmediata de ácido acetilsalicílico se llevó a cabo sólo en el 60% de los pacientes con infarto agudo de miocardio y en el 56% de los que padecían angina inestable. Considerando, además, la reducida proporción de pacientes con estos síndromes que habían recibido dicho fármaco antes de ser remitidos al hospital, resulta que hasta un 23% de los infartos agudos de miocardio y un 31% de las anginas inestables no recibieron ácido acetilsalicílico como tratamiento de urgencia. Las recomendaciones de la bibliografía se basan en ensayos clínicos que demuestran que con esta sencilla medida puede alcanzarse una considerable reducción de la mortalidad debida al infarto de miocardio. En el caso de la angina inestable, no está tan claro que se observe un beneficio del ácido acetilsalicílico con su administración inmediata, pero parece obvio que en muchos casos se desconoce en un primer momento si el paciente está o no desarrollando un infarto, lo cual ya justificaría la administración precoz del fármaco. ¿Qué interpretaciones pueden hacerse de un estudio de este tipo? A la luz de nuestros conocimientos, la abstención de la administración de ácido acetilsalicílico en una parte sustancial de la población del estudio representó una actuación médica que pudo impedir que se alcanzara, en una medida difícil de calcular, una mayor reducción de la mortalidad en el conjunto de la población. Resulta difícil justificar esta abstención terapéutica con razones de peso: no parece que, en este caso, la diferencia entre lo ideal y lo posible fuera muy grande, ya que la administración de ácido acetilsalicílico constituye una medida sencilla, barata y de bajo riesgo. Un estudio de este tipo no permite saber en qué medida exacta la tasa de uso fue injustificadamente baja, pero parece poco creíble que un 23% de los pacientes tuvieran una contraindicación formal para el uso del fármaco, cuyo beneficio es evidente incluso administrado sólo en la fase aguda. Frente a las tentaciones de un razonamiento simplista, sería ya más arriesgado (y es posible que injustificado) generalizar dicha conclusión para juzgar individualmente como negligentes cada uno de los actos médicos en los que dicho fármaco no se administró. Es posible que la reducción absoluta del riesgo de muerte que dejó de alcanzarse en cada paciente individual por la abstención de la administración del ácido acetilsalicílico fue suficientemente baja como para que dicha abstención, en cada caso, no deba ser considerada una negligencia grave. Es cuando se calcula el número de muertes que dejaron de evitarse en un grupo de pacientes amplio (mucho más amplio que en la muestra del estudio de Epelde et al), o bien cuando este resultado se expresa en forma de reducción relativa del riesgo, cuando se advierte la importancia potencial de no haber administrado el fármaco lo más precozmente posible, y esta crítica afecta no sólo a los servicios de urgencias hospitalarios, sino también a los domiciliarios. ¿Por qué razón fue así? No es fácil contestar a esta pregunta, que ilustra las dificultades de analizar las razones de la conducta médica mencionadas al comienzo de este comentario. Ciertamente, puede haber respuestas obvias: falta de información, de difusión de los hallazgos de la bibliografía, de formación continuada, etc. Pero aun aceptando que sea así, los hábitos de la práctica clínica obedecen a veces a motivaciones poco asequibles a
G. PERMANYER MIRALDA.– ÁCIDO ACETILSALICÍLICO Y SÍNDROMES CORONARIOS AGUDOS: EL DIFÍCIL ARTE DE LA MEDICINA CLÍNICA
un primer análisis. De hecho, es frecuente que en estudios que valoran algún aspecto de la práctica clínica se encuentra alguna pertinaz tendencia hacia una acción u omisión poco justificables en función de los datos de la evidencia y de la difusión y conocimiento de los mismos como, por ejemplo, la reticencia hacia los bloqueadores beta exhibida una y otra vez por cardiólogos de diversos países en situaciones de clara indicación12. El subestudio de los ensayos GISSI es, a este respecto, ilustrativo, al poner de manifiesto una baja tasa de uso (aun siendo creciente a lo largo de los años) de estos fármacos tras un infarto agudo de miocardio13. Es tentador pensar que, por una parte, puede haber un problema de actitud inadecuada del médico debida a la inexistencia del hábito de poner en práctica con rigor lo aprendido: es decir, una falta de aprendizaje correcto, no ya de la teoría, sino de la práctica de la medicina, que podría remontarse a los años de estudios de pregrado. Por otra parte, puede pensarse que la mentalidad del médico sufre con frecuencia perversiones de múltiples orígenes (entre ellas las presiones comerciales) que le hacen ignorar relativamente las medidas simples y baratas y preferir las complejas y caras. Y lo que es peor aún, las soluciones son problemáticas: es más fácil pensar que lo fundamental es producir más información, en forma de artículos o de libros de divulgación al estilo habitual. Ciertamente, estos medios pueden tener algún valor, aunque a menudo lo único seguro es el prestigio académico o social que pueden proporcionar sus autores. De hecho, más que producir información, lo importante (y difícil) es mejorar las vías de difusión de la misma e influir sobre la mentalidad, motivación y actitud del médico, que constituyen, a nuestro juicio, el problema fundamental. Es muy posible que, en nuestro medio, la información exista ya y de una manera, por lo general, suficientemente asequible. Lo que es en realidad difícil es poner en marcha los medios para modificar de manera favorable esta actitud del médico. Las posibles vías de actuación son muchas, aceptablemente bien conocidas, y tienen algo de utópicas a corto plazo. Es cierto que la enseñanza de la medicina en la universidad podría ya aspirar tanto a la adquisición de patrones de conducta como a la transmisión de conocimientos teóricos. La formación continuada de posgrado, tan mencionada, podría tener un papel a desempeñar, especialmente si abandonara muchas de sus orientaciones actuales: hay estudios, promovidos por el movimiento de la medicina basada en la evidencia, que sugieren que los clásicos cursos de posgrado tienen escaso efecto en la conducta médica posterior14, mientras que sí los tendría el aprendizaje interactivo en talleres y seminarios basados en los principios del mencionado movimiento. Ésta es, pues, otra posible vía a considerar. Y, ciertamente, la difusión de protocolos y guías de práctica clínica, así como el trabajo en equipo y los controles consiguientes, podrían alcanzar con relativa facilidad objetivos concretos como, por ejemplo, mejorar el uso de ácido acetilsalicílico en los síndromes coronarios agudos atendidos en servicios de urgencias domiciliarios y hospitalarios. Pero el problema es que éste es uno solo de los muchísimos aspectos mejorables. No debe entenderse la práctica clínica como una suma de innumerables objetivos parciales, más o menos asequibles, sino como una conducta global. Y es oportuno recordar aquí que la práctica clínica es un arte difícil. Ciertamente, la actuación analizada en el estudio de Epelde et al, en sí misma, no tiene nada de difícil, sino que es casi un acto automático. Pero la práctica clínica consiste en una suma de decisiones a veces muy complejas, individualizadas y problemáticas, y de conductas prácticamente rutinarias, cuya selección y adquisición no es sencilla. Esta
necesidad de integración de actividades complejas es una de las razones por las que la práctica clínica no es fácil y resulta difícil mejorarla. En todo caso, parece poco probable que mejoren las actitudes y motivaciones médicas si no se producen una serie de cambios en los organismos docentes y gestores, y aún a más amplia escala, que conduzcan a una mayor promoción de la práctica clínica y al mayor desarrollo de mecanismos educativos y de interacción, aunque ello represente un mayor consumo de recursos. Además de los consiguientes beneficios sanitarios, se podría mejorar de esta manera la situación actual de relativo aislamiento de la actividad asistencial y aumentar el aprecio académico y social por la práctica de la medicina clínica, ahora casi relegada en su consideración pública (cuando no es un mecanismo de enriquecimiento personal) a pocos menos que tarea de segundo orden frente a las actividades de investigación y gestión. Quizá sería entonces más fácil asegurar o exigir un buen grado de motivación de los profesionales. En caso contrario, corremos el riesgo de que se haga realidad la burlesca paráfrasis del famoso comentario de Winston Churchill sobre la batalla de Inglaterra, que mencionó un destacado nefrólogo: «Nunca tantos han hablado tanto sobre tan pocos». Según esta visión, cada vez habría más profesionales que especulan, investigan o escriben sobre la práctica clínica, mientras que, en comparación, los médicos clínicos serían cada vez menos entre todos los profesionales de la medicina y con una labor menos estimada, protegida y realmente educada. Puede que este punto de vista sea excesivamente esquemático e incluso deformado. Pero que la práctica de la medicina es algo muy complejo, un auténtico arte difícil, es algo sabido cuando menos desde los tiempos de Galeno.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 1. Armenian HK, Shapiro S. Epidemiology and health services. Nueva York: Oxford University Press, 1998. 2. Petitti DB. Epidemiological issues in outcomes research. En: Brownson RC, Petitti DB, editores. Applied epidemiology. Nueva York: Oxford University Press, 1998; 249-275. 3. Brotons C, Permanyer Miralda G. La evaluación de resultados (outcomes) y de su relevancia clínica en radiología: especial referencia a la calidad de vida. Rev Esp Cardiol 1997; 50: 192-200. 4. Robertson N. A systematic approach to managing change. En: Baker R, Hearnshaw H, Robertson N, editores. Implementing change with clinical audit. Chichester: John Wiley & Sons, 1999; 37-56. 5. Casalino LP. The unintended consequences of measuring quality on the quality of medical care. N Engl J Med 1999; 341: 1147-1150. 6. Kassirer JP, Kopelmen RI. Learning clinical reasoning. Baltimore: Williams & Wilkins, 1991. 7. Editorial. Clinical trials and clinical practice. Lancet 1993; 342: 877-878. 8. Brand DA, Newcomer LN, Freiburger A, Tain H. Cardiologists’ practices compared with practice guideline: use of beta-blockade after acute myocardial infarction. J Am Coll Cardiol 1995; 25: 1327-1332. 9. Rogers WJ, Bowlby LJ, Chandra NC, French WJ, Gore JM, Lambrew CT et al. Treatment of myocardial infarction in the United States (1990 to 1993): observations from the National Registry of Myocardial Infarction. Circulation 1994; 90: 2103-2114. 10. Pearson TA, Peters TD. Treatment gap in coronary artery disease and heart failure: community standards and the post-discharge patient. Am J Cardiol 1997; 80 (Supl H): 45-52. 11. Epelde F, García Castrillo Riesgo L, Loma-Osorio A, Verdier J, Recuerda Martínez E, en representación del grupo de trabajo EVICURE. Utilización del ácido acetilsalicílico en pacientes con cardiopatía isquémica atendidos en los servicios de urgencias españoles (resultados del estudio EVICURE). Med Clin (Barc) 2000; 115: 455-457. 12. Soler-Soler J, Permanyer-Miralda G. Secondary prevention after myocardial infarction: still a long way to go. Eur Heart J 1997; 18: 1367-1368. 13. Avanzini F, Zuanetti G, Latini R, Colombo F, Santoro E, Maggioni AP et al. Use of betablocking agents in secondary prevention after myocardial infarction: a case for evidence-based medicine? Eur Heart J 1997; 18: 1447-1456. 14. Davis DA, Thompson MA, Oxman AD, Haynes RB. Changing physician performance. A systematic review of the effect of continuing medical education strategies. JAMA 1995; 274: 700-705.
459