Medicina basada en la evidencia. No siempre es verdad ni siempre es posible

Medicina basada en la evidencia. No siempre es verdad ni siempre es posible

Editorial Medicina basada en la evidencia. No siempre es verdad ni siempre es posible Ramon Ciurana Misol Médico de Familia. CAP La Mina. Sant Adrià d...

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Editorial Medicina basada en la evidencia. No siempre es verdad ni siempre es posible Ramon Ciurana Misol Médico de Familia. CAP La Mina. Sant Adrià de Besòs. Barcelona. España.

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ace algo más de dos décadas irrumpió con fuerza, en el ámbito de la medicina clínica, la necesidad de practicar una medicina basada en la evidencia, y desde entonces las publicaciones dedicadas al tema pueden contarse por miles. El propósito fundamental de los autores anglosajones que la prodigaban era asegurar que los profesionales de la salud utilizaran pruebas diagnósticas y trataran cualquier enfermedad o trastorno basándose en la evidencia científica disponible, teniendo en cuenta los beneficios y los riesgos de cada intervención1. Obviamente, este modo de actuar intentaba “poner orden” en lo que durante mucho tiempo había sido práctica habitual en medicina: utilizar procedimientos diagnósticos de los que se desconocía su efectividad, sus beneficios y sus riesgos, o tratar trastornos con fármacos muchas veces no aprobados para aquella indicación. Se podría decir que la intención de los autores era pasar de un período donde se practicaba la medicina basada en la intuición, o en el “a mí esto siempre me ha ido bien”, a una medicina fundamentada en los estudios de investigación con resultados mensurables. A priori, cualquier clínico con sentido común estará de acuerdo en que este modo de actuar significa un notable progreso en el conocimiento, favorece la práctica de una medicina más científica y protege al paciente, desde el momento en que se pueden conocer los beneficios pero también los eventuales efectos iatrogénicos de las intervenciones. Sin embargo, en la práctica se plantean algunos interrogantes que limitan la posibilidad de que cualquier intervención realizada desde una consulta, cuando un profesional atiende a una persona con uno o más problemas de salud a los que debe dar respuesta, pueda servirse de la metodología de la medicina basada en la evidencia. Y eso ocurre por varios motivos, entre los que cabe destacar los siguientes: 1. La evidencia científica, medida por los parámetros de los estudios experimentales, no siempre resulta útil a los pacientes concretos.

2. No se dispone de estudios que demuestren cuál es el procedimiento diagnóstico o el tratamiento más adecuado de multitud de trastornos, muchos de ellos frecuentes. Ante esta situación uno se plantea dos preguntas, sobre las que tal vez vale la pena intentar reflexionar:

¿Cómo deben evaluarse los estudios disponibles para confiar en que sus resultados serán útiles en la práctica concreta? Ante un ensayo clínico con resultados favorables a una determinada intervención diagnóstica o terapéutica, es necesario en primer lugar tener en cuenta la calidad del estudio. Diversas cuestiones deberían analizarse de forma cuidadosa, como la población estudiada (edad, sexo, comorbilidad), la definición del problema de salud, la duración del tratamiento, la reproducibilidad en otros medios (validez externa), la relevancia clínica (disminución del riesgo absoluto, número de casos que es necesario tratar), los criterios de mejoría o de control utilizados, la fuente de financiación del estudio (la mayoría siguen siendo financiados por la propia industria fabricante del fármaco empleado en el estudio) y la posible existencia de otros trabajos con resultados negativos no publicados. No es infrecuente que a partir de estudios que muestran una importante reducción del riesgo relativo pero muy insignificante del riesgo absoluto, llevados a cabo durante 8 semanas y con fármacos no evaluados a largo plazo (por lo que se desconocen sus eventuales efectos adversos) se postulen tratamientos de por vida. En las intervenciones que implican procedimientos diagnósticos invasivos o tratamientos a largo plazo, el médico debe ser especialmente exigente y no debería someter a ninFMC. 2009;16(4):193-5   193

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gún paciente a riesgos innecesarios con exploraciones o fármacos no estudiados adecuadamente. Una vez analizados los estudios disponibles, debe plantearse si la intervención puede resultar útil para el paciente concreto y, si considera que puede beneficiarse de ella, informarle adecuadamente de lo que se pretende con la exploración o el posible tratamiento. Este modo de actuar es lo que algunos autores denominan “evidencia orientada al paciente”, frente a la aplicación mecánica de los resultados de los estudios con resultados favorables: “evidencia orientada a la enfermedad”. Esto es especialmente relevante en el caso de los niños, sobre todo en lo que hace referencia a la introducción de fármacos cuya administración se prevé prolongada. Solamente en los casos donde la evidencia sea incontrovertible, de magnitud demostrada y con un conocimiento completo de los efectos adversos, debe iniciarse un tratamiento crónico en la población infantil. En definitiva se trata de individualizar el tratamiento teniendo en cuenta la comorbilidad y las características de cada paciente, y servirse de los conocimientos de los estudios disponibles bien realizados, siempre desde una perspectiva crítica.

¿Como debemos actuar en los casos en que no hay evidencia del mejor procedimiento diagnóstico o del tratamiento más adecuado? En la práctica cotidiana de la medicina, cualquier médico clínico con algunos años de ejercicio sabe que un enorme porcentaje de los motivos de consulta o de los trastornos diagnosticables no disponen de estudios, controlados o no, que avalen, con la evidencia científica, el mejor modo de actuar. No obstante, hay que dar respuesta a estos problemas, en especial cuando generan un significativo malestar en las personas o disminuyen su calidad de vida. En estos casos se impone el sentido común y la prudencia. Esto es especialmente preocupante en las enfermedades raras, a menudo huérfanas del interés por estudiarlas, pero también ocurre en trastornos frecuentes. Pongamos un ejemplo. En 1980, la diarrea infantil causaba a escala mundial una mortalidad anual estimada de 4,6 millones de niños. La Organización Mundial de la Salud, a partir de algunos indicios que apuntaban la plausibilidad de reducir la mortalidad mediante el tratamiento de rehidratación oral, inició un vasto programa utilizando este recurso terapéutico. Los estudios controlados y aleatorizados se llevaron a cabo años más tarde, y confirmaron la reducción de la mortalidad infantil por diarrea mediante esta terapia oral. Iniciar decididamente el programa de rehidratación oral antes de disponer de estudios controlados significó que en el 194    FMC. 2009;16(4):193-5

año 2000 la mortalidad por diarrea en niños se había reducido en 3 millones2. Aquí cabe también una reflexión: ¿qué enfermedades se investigan con mayor interés? Probablemente, no son las que ocasionan la mayor mortalidad en el planeta, asociadas en general más a las medidas higiénicas o al progreso económico que al uso de fármacos (que, en general, las poblaciones no podrán costearse). Este tipo de investigaciones, en general, sólo son posibles si los estudios los llevan a cabo organizaciones no gubernamentales o entidades multiestatales comprometidas con los problemas de salud. Está claro que, hoy por hoy, no se dispone de evidencia científica para diagnosticar o tratar cualquier trastorno de salud y probablemente nunca se disponga de ella. Siempre en medicina quedará un espacio para la incertidumbre. Mientras tanto, se impone la imaginación, el sentido común y la voluntad de avanzar, evitando experimentos injustificados en la consulta. Los procedimientos utilizados deberían fundamentarse en las intervenciones prudentes, la abstención en el uso de pruebas diagnósticas y fármacos cuyos efectos colaterales se desconocen, y en la información a los pacientes. Este otro ejemplo puede ayudar a entender el papel que desempeña el sentido común cuando no se dispone de otros recursos: hasta bien entrada la década de los noventa, la comunidad científica desconocía si los supositorios debían introducirse por la punta o por la base. Este dilema, a pesar de que la inmensa mayoría de médicos consultados tenían el convencimiento de que por “sentido común” debía introducirse por la punta fue aclarado en un memorable estudio publicado en The Lancet3 por médicos de los hospitales universitarios de El Cairo, en 1991, donde se demostraba de forma concluyente que para evitar su expulsión debían introducirse por la base, contradiciendo así la creencia secular contraria (basada, en este caso, en la forma del supositorio). Éste es un ejemplo de medicina basada en la evidencia, un estudio llevado a cabo con un escaso presupuesto, del que podemos encontrar más de 3.000 referencias en Google a día de hoy. Pero es también un ejemplo de que, en general, el sentido común genera escasa iatrogenia. Si a los investigadores egipcios no se les hubiera ocurrido llevar a cabo esta investigación, los efectos secundarios más graves ocasionados por colocar un supositorio por la punta seguirían siendo que muchos padres deberían mantener apretadas durante más tiempo las nalgas de sus hijos para evitar su expulsión. En conclusión, cuando se postula que hay evidencia científica para llevar a cabo un procedimiento diagnóstico o un tratamiento, lo primero que se impone es analizar la calidad del estudio y, a continuación, valorar su utilidad clínica, sirviéndose de los resultados. Cuando la evidencia científica es inexistente, lo primero que hay que evitar es la práctica de experimentos injustificables y, con frecuencia practicar la estrategia del “esperar y ver”. Siempre deben tenerse presen-

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tes los posibles riesgos de la intervención, así como los posibles beneficios de lo que finalmente se le ofrezca al paciente. La guía debe ser la prudencia y el sentido común, y el objetivo mejorar el bienestar del paciente, al que hay que apoyar adecuadamente, pero transmitiéndole de forma implícita o explícita la realidad de que la medicina tiene sus limitaciones.

Bibliografía 1. Sackett DL, Haynes RB, Guyatt GH, Tugwell P. Clinical Epidemiology. A basic science for clinical medicine. 2nd ed. Boston: Little Brown and Company; 1991. 2. Potts M, Prata N, Walsh J, Grossman A. Parachute approach to evidence based medicine. BMJ. 2006;333:701-3. 3. Abd-El-Maeboud KH, El-Naggar T, El-Hawi EMM, Mahmoud SAR, Abd-El-Hay S. Rectal suppository: commonsense and mode of insertion. Lancet. 1991;338:798-800.

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